Era una época la de este cuadro en la que en el campo todavía nos regíamos por el almanaque zaragozano. En estos días de agosto en que según las cabañuelas tocaba llover, y efectivamente hacia el final de la tarde empezaron a aparecer nubes negras.
Nos habían pillado cerca del paraje de lo “Balsa de los algarrobos”, desde donde se dominaba el cortijo en el encuentro del cielo y la tierra y precisamente sobre esa zona el sol iluminaba todavía antes de que la cubriesen las nubes.
Corría el riesgo de una tromba de agua, pero era un espectáculo precioso, al que valía la pena asistir. Con la máquina tomé algunas fotografías, pero no hacía falta ,en mi retina se quedó grabado el cuadro, como comprobé cuando fui a pintarlo.
Allá en esa zona tan baja entre montañas, con árboles resecos en esa época del año, por la escasez de la lluvia, te sentías pequeño, insignificante y a la vez un privilegiado de poder contemplar aquel maravilloso contraste de luz y sombras con rayos de sol rasgando el cielo, azules y casi negros.
Con relativa frecuencia buscamos la belleza de forma complicada, cuando en los sitios más sencillos y poco complicados la podemos encontrar si nos fijamos, sintiéndola y viviéndola. Y todo eso he querido plasma en este cuadro.